domingo, 13 de julio de 2008

Los de Arica y ...su mala suerte

Los de Arica y Su Mala SuerteEnviado por Nelson Zenteno el Sáb, 2008-07-12 12:20 Local Columna Sociedad
El sábado pasado, entrando por los portones de Asoagro, donde abundan los ambulantes, fleteros, recogedores de carritos, mendigos, gitanas, guardias, compradores, vendedores, etc., casualmente escuché a un grupo de personas que haciendo la fila para obtener un boleto de juegos de azar; discutían con respecto a la suerte de Arica. La primera en opinar era la misma dueña del local que decía lo siguiente: “Los ariqueños influimos en nuestra propia suerte mediante nuestra actitud hacia la vida. Si tenemos actitudes pesimistas, parece que nos viene la mala fortuna”. El segundo era un vendedor de helados y decía: “Hasta cierto punto, los ariqueños nos labramos nuestra propia suerte, buena o mala. Aquí estoy yo por ejemplo. Pudiera estar sentado y rumiando la amargura por la muerte de mi esposa y el olvido e ingratitud de mis hijos, sin hacer absolutamente nada, sino quejándome de que la suerte está contra mí. Pero en vez de ello, estoy vendiendo helados por las calles y me considero afortunado de poder hacer esto”. El tercero era un carnicero. Su idea era la siguiente: “En primer lugar, permítanme decir que no existe la suerte. Cualquier éxito que nuestra ciudad tenga, lo logramos mediante nuestra propia ambición y nuestros propios esfuerzos. Las personas que dicen que la suerte está contra nosotros los de Arica, son las que generalmente suelen negarse a levantarse de sus asientos”. La última opinión era la de un empleado del agro, en condición de retiro. “La suerte es algo que estamos destinados a tener o a no tener. Por ejemplo, una ciudad tiene una gran capacidad y potencialidad, pero en razón de lo que pudiéramos llamar suerte, no puede mejorar su condición social, en tanto que otra ciudad que tiene menos capacidad, pero que si tiene suerte, llega a la cima”. Este asunto de la suerte ha sido discutido prácticamente por todos los seres humanos vivientes. Tengo mis ideas al respecto. Usted tiene las suyas. Papá tenía las de él. “Si te esfuerzas lo suficiente…” y “no tienes envidia de nada que tenga otra persona. No importa lo que sea. Porque si te esfuerzas lo suficiente, puedes tener cualquier cosa que tenga cualquiera”. Esa era la filosofía de mi papá. Yo me crié con esa filosofía. “Si te esfuerzas lo suficiente…” Créanme ustedes, mi papá realmente trabajaba. Era niñito y crecía para trabajar. Regaba jardines, acarreaba agua, hacía las compras, vendía naranjas y limones de Pica. Más adolescente, aprovechaba las vacaciones de verano para trabajar en una amasandería y podía abastecer mi hogar de pan calientito. Me crié en un hogar chapado a la antigua donde todos trabajábamos. Esa era la filosofía de mi papá: “esfuércense lo suficiente y podrán tener cualquier cosa que quieran en este mundo”. Cuando ya fui mayor, descubrí que la filosofía de papá realmente no se sostiene. El sólo trabajo no basta. He visto a muchas personas que trabajan desde las cinco de la mañana hasta el último rayo de luz del día. Trabajan, trabajan y trabajan, y sin embargo, nunca han salido adelante. Al fin de año no tienen más de lo que tenían al comenzar. Al fin del próximo año no tendrán más de lo que tendrán al fin de este año. Para salir adelante se necesita algo más que el trabajo duro. Dedique usted a pensar conmigo en esto. La noche después del mayor incendio que ha habido en la historia de la ciudad de Iquique, los comerciantes dueños de la tienda “El sol” y alrededores estaban diciendo que irían a hacer. Se lamentaban, lloraban y volvían a repetir que irían a hacer. Un joven, hijo de un dueño de tienda que aún yacía en brasas ardientes, se volvió hacia los hombres que le rodeaban y les dijo: “Caballeros, en este punto voy a levantar la tienda más grande del mundo”. Eso parecía imposible. Todo su mundo había sucumbido y se hallaba en brasas ardientes. Lo único que los demás podían ver era una aparente derrota, pero este joven tenía una visión. En ese mismo sitio se levantan hoy las tiendas más grandes de la zona. ¿Por qué? Porque la determinación de un joven cambió la derrota y el fracaso en victoria. Eso no fue suerte. Eso no sucedió por casualidad. Fue la combinación del trabajo y la determinación. Permítame contarle otro hecho real: Glenn Cunningham, cuando era jovencito, sufrió quemaduras tan horribles que los médicos dijeron que quedaría inválido para siempre. Pero este hombre llegó a ser el corredor más rápido de su país. Los médicos dijeron que él nunca jamás volvería a andar. Mala suerte diría alguien. El incendio en la escuelita rural de Kansas había destruido todo, incluidas las piernas de este adolescente. Sin embargo este jovencito, horriblemente quemado, mientras estaba acostado en el hospital escuchando el diagnóstico que daban a su madre, le temblaban los labios, hacía crujir los dientes y grandes lágrimas le brotaban de los ojos. Pero cuando los médicos salieron de la habitación, él se volvió hacia la madre y le dijo: “¡Pero yo volveré a andar mamita! Te lo digo, yo volveré a caminar”. Se enjugó las lágrimas, levantó su pequeño mentón para indicar determinación y continuó: “No sólo volveré a caminar, sino que correré. Y no sólo correré, sino que seré el corredor más rápido”. Eso fue lo que dijo un pequeño jovencito, cuando yacía en el hospital con quemaduras de tercer grado en todo el cuerpo. No importaba que los médicos hubieran dicho que el nunca volvería a caminar, que pasaría el resto de su vida en una silla para inválidos. El tenía determinación. Unas 90.000 personas atestaban el Madison Square Garden de Nueva York, y gritaron y aplaudieron cuando Glenn Cunningham rompió todos los records como el corredor humano más rápido del mundo. El muchacho que estaba destinado a ser un inválido, convirtió ese destino en victoria por pura determinación. No me diga Usted, por favor, que el éxito de Glenn se debió a la suerte. El emprendió el camino de su propio éxito mediante el trabajo duro, la determinación y un espíritu invencible. Esa, estimados amigos, es una fórmula mágica. He aquí una maravillosa historia que siempre me ha gustado. Se trata de Pedro y Juan, una pareja extrañamente formada. Uno de ellos siempre estaba disgustado. Nunca tenía ningún control sobre sí mismo. A él se hace referencia con el término “hijo del trueno”. El otro era un impetuoso pescador, un tipo rudo. Sin embargo cuando el Espíritu Santo invadió la vida de ellos, todo cambió. Un día, cuando iban para el templo a orar, se encontraron con un pordiosero que tenía las manos sucias extendidas, pidiendo limosna. Este hombre era cojo de nacimiento; tenía las piernas secas. Los amigos lo llevaban todos los días a las gradas que estaban cerca de la puerta del templo; y por la noche volvían para llevarlo a casa. El cojo se sentaba todo el día a implorar que le dieran limosna: “¡Una limosnita por el amor de Dios!” La gente le ponía limosna en las manos. Pero eso no solucionaba su problema. Su problema no era de dinero, sino de derrota. Muchas personas en esta ciudad tienen este problema y lo peor es que están contagiando a la ciudad. Pedro y Juan comprendieron que si le daban dinero, eso no le haría ningún bien. Ellos no estaban tan “iluminados” como nuestras instituciones de socorro. No creían que lo único que se puede hacer es dar algo a todos y eso sería suficiente para que la vida fuera dulce. No, ellos primeramente eran pobres, hombres sencillos que estaban mirando al mendigo. Notaron que éste ni siquiera miraba a los que estaban pasando. Pedro, que era el que siempre hablaba primero, le dijo al pordiosero: “Míranos”. Pero como no tenía el hábito de levantar la mirada, no les puso atención. Pedro le volvió a repetir: “Míranos”. En esa voz había algo imperativo, una fuerza indefinible que hizo que el pordiosero lenta y dolorosamente levantara la cabeza. Sus ojos débiles y húmedos levantaron la mirada, que se cruzó con la de Pedro. Vio que la cara de Pedro, curtida por la intemperie del mar, era bondadosa y sin embargo, vigorosa. Y en ella había cierta luz, una luz que le venía de adentro. En sus ojos había algo que el pordiosero nunca antes había visto. Entonces habló Pedro: “Como tú estás ahora, así estuve yo una vez. En el nombre de Jesucristo, levántate y anda”. El limosnero gritó: “Pero yo he sido cojo desde pequeño. No puedo andar.”Como ustedes saben, algunas veces las personas que pasan largo tiempo en una mala situación, se acostumbran a ello. Por ejemplo en la cárcel hay muchos que odian las cadenas y el encierro. Le piden a Dios que les dé la libertad y una vez libres, vuelven a delinquir para volver a lo mismo. Realmente no quieren estar libres. Pedro repitió la orden: “En el nombre de Jesucristo, levántate y anda”. Lentamente el hombre extendió las manos. Pedro le tomó una, Juan le tomó la otra. Le dieron un tironazo para ponerlo en pié y el pordiosero dejó descansar su peso completo sobre los huesos de los tobillos, aunque nunca había estado acostumbrado a ello. Una mirada de asombro, un gozo inmenso fulguró en sus ojos, porque la palabra de Dios dice: “Y saltando, se puso en pie y anduvo; y entró con ellos en el templo, andando y saltando; y alabando a Dios” (Hechos 3:8 ). Alguien que ahora mismo está leyendo esto, quizás tiene su vida como la de aquel limosnero: llena de escepticismo, llena de dudas, derrotado, desconfiando de un futuro incierto y se niega a creer que esto pueda ocurrir. Quiero decirle que hay un poder tan asombroso en el universo, un poder que puede convertir la derrota en victoria. Seguro que usted dice que no tiene suerte. Usted le echa la culpa de su propia derrota a la mala suerte y a los demás. Estimados amigos que viven en “Arica siempre Arica”, hay un Cristo que transformará nuestra “mala suerte” en victoria. Ahora mismo podemos ser sanados. “Levantémonos y caminemos con Jesucristo”. Leemos en la Biblia lo siguiente: “Fíate de Jehová con todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia. Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas” (Proverbios 3:5,6). ¿Queremos una vida victoriosa?, tenemos que practicar tres principios: trabajo duro, determinación y sabiduría. No la sabiduría nuestra, NO. No estribemos en nuestra propia prudencia, sino en la sabiduría de Dios. Debemos reconocerlo en todos nuestros planes, proyectos y trabajos y Él enderezará nuestras veredas. ¿Están destrozados los planes para poner en vuelo nuestra ciudad?, ¿Están destrozados los planes para con tu familia?, ¿Están destrozados los planes para tu matrimonio?, ¿Están destrozados tus planes laborales?, ¿Están destrozados los planes para el futuro de tus hijos?...Entonces digamos con determinación, por la gracia de Dios: “Haremos nuevos y mejores planes”, nunca más por “suerte”, sino por el amor de Dios. ________________________________________________

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